Sin riesgo no hay coraje. Sin miedo no hay coraje. Sin circunstancias desafiantes, no hay coraje. Ser valiente es perseverar en esa valentía, avanzar hacia nuestro límite en una circunstancia particular, navegar la incomodidad de hacerlo con determinación. Por mucho que nos doblemos ante el desafío de esto, no colapsamos. Es posible que queramos rendirnos, pero no lo hacemos. Aunque nadie más pueda ver o reconocer nuestra lucha, seguimos adelante, incluso si estemos de rodillas.
El valor no siempre se parece al valor, al menos como se lo describe comúnmente, pero cuando somos valientes, no nos importa cómo nos vemos. Seguimos adelante, una y otra vez encontrando el ritmo óptimo. Tener coraje no es solo tener corazón, sino también agallas, fortaleza intestinal, columna vertebral. Como tal, el coraje consiste en emprender acciones encarnadas sin importar cuánto nos estén temblando las rodillas. Y hay una especie de amor implícito en el coraje, el amor por nuestra propia integridad, por defender lo que realmente importa. Por pequeño que sea el impacto de nuestro coraje, no obstante irradia y toca más de lo que podemos imaginar. Querer ser visto como valiente es muy diferente de ser valiente. Muchos tienen una relación indirecta con el coraje, especialmente el coraje espectacular. Pero la valentía está lejos de ser espectacular, a menudo tomando forma en forma de actividades que pueden parecer mundanas para otros, no dignas de más que una mirada fugaz.